¿Cómo sobrevivió a la bancarrota la heredera de una de la empresas más reconocidas de Colombia? Una crónica personal sobre aprendizajes, casualidades y temple
Fuente: El Nacional
Por: Dora Glottman
Me quedaba una mesa por atender y terminaba un largo turno de almuerzo como mesera en Sette Moma, uno de los restaurantes más lujosos de Nueva York. Había nevado casi toda la tarde y mientras miraba por los enormes ventanales como la ciudad se cubría de blanco, en el vidrio se reflejaba el comedor y así vigilaba la mesa que aún tenía pendiente. Era el año 1994, yo tenía 24 años y esa tarde de invierno soñaba con el futuro sin imaginar que ese día me encontraría cara a cara con mi pasado.Me convertí en mesera en Israel a finales de 1991 pocos meses después de la quiebra de las dos compañías que mi papá, Jaime Glottmann, tenía en Colombia. La primera de ellas, J.Glottmann S.A., fue fundada en 1932 por mi abuelo Jack Glottmann, un emigrante rumano, y se convirtió a través de los años en una importante cadena de almacenes importadores de artefactos para el hogar. Una política en la década de los años 50, prohibió la importación de los productos ofrecidos por empresas como J.Glottmann, para forzar la creación de fábricas en el país e impulsar su desarrollo. Para mi abuelo significó un reto tan grande, que algunos creen, le costó la vida.Enfrentado a una posible quiebra al no poder importar los productos que vendía J.Glottmann, mi abuelo Jack optó por hacerlos él mismo y construyó una fábrica que se llamó ICASA (Industria Colombiana de Artefactos S.A.) y que se dedicaría a la producción de refrigeradoras comerciales, neveras y otros productos de la denominada Línea Blanca. J.Glottmann alcanzó a tener 90 sucursales, logró suplir un 20 % del mercado nacional con las neveras ICASA y empleó a más de 4,500 personas. Sin embargo, la construcción de la fabrica que cubría 40.000 metros de espacio, fue financiada totalmente con base en préstamos, lo que afectó también a la cadena de almacenes. Esa dependencia de créditos costosos, sumada a la fallida promesa de que Colombia exportaría a los países del entonces llamado “Pacto Andino”, plantó la semilla de los problemas crónicos de iliquidez de las empresas del grupo.
Mi abuelo Jack murió a los 51 años víctima de un infarto, en parte provocado por el estrés que le producía la lucha por salvar las empresas. A cargo de los negocios quedaron mi tío Saulo con 25 años y Jaime, mi papá, con 21. La falta de experiencia de los jóvenes gerentes se reflejó en errores como, entre otros, una obsesión con el crecimiento de la fábrica. Pero la familia tardaría varias décadas en pagar el precio de esa inmadura ambición. En el año 75 se retiró mi tío y vinieron años de éxitos para mi padre, quien tal vez aprendió a convivir con cierto nivel de deuda, y de una vida privilegiada para toda la familia. Mi papá recibió reconocimientos importantes como el titulo de Comerciante Emérito y la Medalla del Mérito Industrial otorgada por al Presidente Belisario Betancourt.
Me convertí en mesera en Israel a finales de 1991 pocos meses después de la quiebra de las dos compañías que mi papá, Jaime Glottmann, tenía en Colombia.
El fantasma de la deuda persiguió a mi papá hasta que lo alcanzó. Las compañías dependían excesivamente de prestamos de particulares, lo cual era legal en su momento. Sin embargo, ese tipo de captación fue prohibida dejando a todos los que estaban involucrados en una súbita condición de ilegalidad. Eventualmente, las empresas fueron liquidadas causando enorme perjuicio a muchísimas familias colombianas. Mi papá, su pareja y sus cuatro hijos, nos radicamos en Israel, donde iniciamos una nueva vida, sin olvidar jamás el sufrimiento de quienes se vieron afectados por la quiebra. Mi hermana mayor, de un primer matrimonio de mi mamá, se quedó viviendo en Bogotá y mi mamá, quien se había casado de nuevo, vivía en Miami.
Recuerdo muy bien el día en que tomé la decisión de no seguir siendo una carga económica para mi papá, pues entendí que nuestro patrimonio era poco y que era importante garantizar el bienestar de mis hermanos menores. Yo tendría entonces 21 años y fuí la primera de mis hermanos en salir a trabajar después de la quiebra. No olvido las caras de desconcierto en el pequeño apartamento en el que vivíamos. No habíamos sido educados para trabajar atendiendo mesas, pero era un trabajo digno y las circunstancias nos obligaban a cambiar rápidamente nuestros valores obsoletos. Mi ejemplo lo siguieron poco después mi melliza y mis hermanos menores.
Mi papá, su pareja y sus cuatro hijos, nos radicamos en Israel, donde iniciamos una nueva vida, sin olvidar jamás el sufrimiento de quienes se vieron afectados por la quiebra.
Por esos días mi papá había adoptado la extraña costumbre de citarnos a lo que el llamaba “juntas directivas” que en realidad eran reuniones familiares en pijama en la pequeña mesa de la cocina. Esa era tal vez una escena común en muchos hogares, pero no en el nuestro. Veníamos de una casa enorme en la sabana de Bogotá, en la que nuestras habitaciones estaban tan separadas que nos veíamos poco y la unión familiar era cosa de los domingos, y siempre rodeados de visitas y empleados. Nuestra infancia estuvo marcada por la agitada agenda social bogotana de los años 80 y mis padres pasaban tanto tiempo fuera de casa, que a nosotros nos criaron mayormente niñeras y nos cuidaron choferes y guardaespaldas. En Israel mi papá cambió esa dinámica y nos reunía en el comedor para que estuviéramos al tanto de nuestra situación financiera y legal en esa tierra lejana. “Yo pasé esa prueba con una especie de negación, sin ver el abismo —reflexiona hoy mi papá— la reacción correcta habría sido considerar el suicidio, pero vi a mis hijos enfrentar la vida con dignidad y quise vivir por mí y por ellos”.
De ese primer turno como mesera en un café en Tel Aviv me quedó una lección que tampoco estaba en el libreto con el que fui criada. Descubrí el gusto de ser económicamente independiente a una temprana edad y de mandarme sola. El haber sido bien atendida y servida cuando pequeña me enseñó a atender a otros y esa resultó ser mi fortaleza. Además, mi juventud y afán por ganarme la vida me convertían en una trabajadora incansable. Cuando me di cuenta de que podía sostenerme, me fui a vivir a Jerusalén con mi melliza Raquel y aprendí una dinámica que duraría varios años: era mesera en las noches y fines de semana y durante el día estudiaba periodismo.
Un par de años después, lo primero que hice al llegar a Manhattan, proveniente de Jersusalén, fue buscar trabajo. En mi bolsillo llevaba todo mi capital, 220 dólares que durarían varios días gracias a que una amiga de mi mamá me daba posada. Fui, el mismo día de mi llegada, a los restaurantes más elegantes y costosos de Manhattan a buscar trabajo, para descubrir que estaban dominados por una especie de mafia italiana de hombres mayores y curtidos, y que para una mujer joven, latina y judía, la entrada sería difícil. No me rendí, pero tuve que rogar. Logré un primer trabajo gracias a un italiano enamoradizo que me montaba una emboscada al final de cada turno. Era el dueño del restaurante y con la complicidad del chef, quien dejaba una mesa servida cuando el restaurante cerraba, trató sin éxito de conquistarme durante meses. En el intento se forjó una linda amistad. Aprendí a esquivar sus besos y aproveché para aprender también sobre comida italiana, su cultura, su idioma y, sobre todo, sus vinos.
A punta de mucho trabajo, logré ser aceptada por la mafia de meseros italianos en los restaurantes donde trabajé más de tres años. Atendí a personajes que han hecho historia como el rey Juan Carlos y la reina Sofía de España, Mick Jagger, Jennifer López y Marc Anthony, el presidente Bill Clinton, David Letterman, jeques árabes, millonarios, modelos, actores, actrices, políticos, príncipes y princesas, en otras palabras, todo el que quería “ver y ser visto”. Trabajar en un restaurante costoso, significó ganar propinas que me permitieron pagar mi carrera como periodista y un apartamento decente en el East Village en Manhattan. Hoy me gusta creer que fui una de las mejores meseras colombianas de alta cocina que ha trabajado en la ciudad de Nueva York.
Esa tarde en Sette Moma, restaurante situado en el último piso del Museo de Arte Moderno, Massimo, mi ayudante de mesero, no aparecía para recoger los platos de la entrada en la mesa que aún atendíamos. Los demás meseros, desocupados y aburridos, apostaban a descubrir si yo entraría hasta donde lavan los platos para encubrir a mi ayudante que fumaba en la parte de afuera. No me quedó más opción que recoger la mesa para dar paso al plato principal, y con dignidad y una sonrisa atravesé el comedor hasta llegar a la cocina. Fue así como terminé conociendo a Germán, el encargado de la interminable tarea de lavar loza. “¿Le pasó algo a Massimo?”, me preguntó. “Nada —conteste ofuscada—, está atrás fumando”. Germán soltó una carcajada y dijo una frase que solo usaría un colombiano: “ahí está pintado”. Como no quería regresar al comedor, donde me esperaban las miradas burlonas de los compañeros que ganaron la apuesta, opté por conversar con mi compatriota mientras ellos se ocupaban con sus mesas.
“¿Y de que parte de Colombia es?”, le pregunté a Germán, sin dudar de su acento. “Bogotá”, contestó sin mirarme. Seguí con el interrogatorio habitual, acerca de donde vivía, si con señora e hijos, y qué le parecía la vida en Nueva York. Sus respuestas, hasta ese punto, también eran predecibles. Vivía en Queens, tenía esposa, dos niñas y detestaba Nueva York, porque al ser indocumentado tenía trabajos duros y mal pagos y le parecía que el invierno era una mierda. Empezó a enumerar los motivos por lo que en Colombia todo es mejor, y yo, impaciente por regresar a ver como estaba mi mesa, lo corté cuestionándolo: “¿Y entonces por qué se vino a Nueva York?”. Su respuesta me dejó paralizada: “Trabajé durante 15 años como vendedor en una cadena de almacenes que se llamaba J.Glottmann, pero eso quebró y quedé jodido”.
Permanecí unos minutos en silencio, porque no supe que decir. Germán siguió lavando los platos mientras yo pretendía mirar distraída los fogones y pensaba en las palabras correctas. Temía cual sería su reacción. La quiebra de las empresas de mi papá, no solo fue una tragedia para mi familia, sino para cientos de familias colombianas. Si bien yo no tenía porque pedirle disculpas a Germán, me dolía saber sobre las dificultades por las que había pasado por cuenta de decisiones que tomaron otros y que a ambos nos afectaron para siempre. Mientras lo miraba trabajar, caí en cuenta de que, más allá de su historia o la mía, lo cierto es que en ese momento estábamos ahí, cara a cara, el con su delantal de lavaplatos y yo con el mío de mesera, ambos ganándonos la vida dignamente y caminando un camino que no estaba trazado.
¿Y entonces por qué se vino a Nueva York?”. Su respuesta me dejó paralizada: “Trabajé durante 15 años como vendedor en una cadena de almacenes que se llamaba J.Glottmann, pero eso quebró y quedé jodido”.
“Me llamo Dora Glottman —le dije—, mi papá era el dueño de J.Glottman e ICASA”. Germán dejó de inmediato lo que estaba haciendo y me dijo espantado “¿En serio?”. “Le juro”, contesté expectante, y él soltó una carcajada. Su risa me tomó por sorpresa, tal vez habrá sentido “un fresco”, como decimos en Colombia. Me miraba, volvía a reir, se agarraba la cabeza con ambas manos y me decía: “No le puedo creer que usted es la hija de Don Jaime”.
Bastó una mirada fulminante del chef para que Germán adquiriera un semblante serio y me preguntara en voz baja por mi papá y mis hermanos. Me contó que sus años como vendedor fueron los mejores de su vida, que le dieron para vivir bien, educar a sus hijas, que se sintió respetado, no como en Nueva York, y que vio a mi papá varias veces en su vida. Yo le dije que a nosotros nos tocó dejar Colombia y que no podíamos volver, que nos habíamos instalado en Israel, y que yo también extrañaba a mi país, a mi mamá, a mi hermana. Nos volvimos amigos y, desde ese día, cuando trabajábamos los mismos turnos, caminaba conmigo hasta la estación del tren subterráneo.
Regresé al comedor para encontrar a Massimo sonriente y apestando a cigarrillo. Los otros meseros se reían entre ellos, pero ya no me importaba. La experiencia en la cocina me había dejado pensativa y conmovida. La quiebra de J. Glottmann hizo que se derrumbara la casa de cristal en la que fui criada, en la que no existía el dolor, ni el trabajo, ni el cansancio. Las paredes invisibles que aíslan a las mujeres de mi condición social se partieron en mil pedazos, y dejaron de existir los prejuicios, la falsa vanidad y la distancia que le hacen a uno pensar que es mejor que otro. De no ser porque muchos sufrieron en el proceso, yo diría que la quiebra, para mí, fue liberadora. Ese día entendí también cual fue la herencia que me dejaron mi papá y mi abuelo Jack. No fue una significativa cuenta bancaría, ni propiedades, no joyas o lujos, fue algo mucho más importante: una ética familiar que me enseñó el valor de la educación, el trabajo, a soñar en grande y a levantarme cada vez que me caigo para comenzar de nuevo.
La última mesa, esa tarde en Sette Moma, pagó la cuenta y por fin mi turno en el restaurante terminó. Me quité el delantal y la corbata y me arropé para salir a enfrentar el frío. En la calle recordé a Germán y como, a pesar de tener caminos tan distintos, ese día el azar que nos unió fue un reflejo de cuanto había yo cambiado. Me puse mis guantes, me tapé la cabeza y le dí la razón a Germán, el invierno en Nueva York es una mierda.