Colombia

Fuente: El Espectador (Colombia)
Por: Ernesto Guzmán
9 de agosto
Tuvo que ocurrir el asesinato atroz de una mujer para que el país sentara dos precedentes importantes y empezara a hablar en serio de violencia basada en género. El primero fue la promulgación de la Ley 1761 de 2015, que tipificó el delito de feminicidio en Colombia y buscó medidas para la prevención y la sensibilización social. El segundo fue la decisión del Juzgado 37 Administrativo de Bogotá, que condenó a varias entidades estatales por su negligencia en el feminicidio de Rosa Elvira Cely, brutalmente violada, torturada y asesinada por Javier Velasco en 2012, cuyo caso dio nombre a la Ley 1761.
El tribunal, en una sentencia necesaria y ejemplarizante, le dio la razón a la familia de Rosa Elvira, ordenó repararla y estableció que la Fiscalía, la Secretaría Distrital de Salud y el Hospital Santa Clara fallaron por no haber capturado a Velasco a pesar de que tenía una orden de arresto, por no haber procesado a tiempo otras denuncias en su contra y por no haber atendido a Cely adecuadamente luego de la agresión. También se hizo un llamado de atención a la Secretaría Distrital de Gobierno por haber usado argumentos discriminatorios y revictimizantes que culparon a la víctima de su propio feminicidio. En suma, toda de una cadena de omisiones y violencias inaceptables de quienes estaban llamados a proteger a Cely.
Esta no es la primera condena contra el Estado por un caso de feminicidio, pero quizá sí la de mayor resonancia por el simbolismo que adquirió el caso de Rosa Elvira. La pregunta, ahora, es cómo garantizamos la no repetición de esta forma de violencia estatal y evitamos que sigan matando a las mujeres colombianas. Pareciera que la opinión pública y los tomadores de decisiones solo se sienten interpelados cuando hay casos muy mediáticos y dolorosos, como este o el más reciente de la expatinadora Luz Mery Tristán, asesinada presuntamente por su pareja, Andrés Ricci García, el fin de semana. No debería ser así, cuando en Colombia ocurre un feminicidio cada 28 horas, sin contar las otras formas de violencia contra las mujeres.
Ha habido progresos importantes en la normatividad colombiana en los últimos años y el último fue la declaración de emergencia por violencia basada en género en el país, que fue aprobada en el Plan de Desarrollo y sancionada por el presidente Petro, al tiempo que convocaba un consejo extraordinario de seguridad para adoptar medidas urgentes, cuyo resultado está por verse. Pero todas las normas, leyes y decretos imaginables serán insuficientes si no se están traduciendo en políticas públicas efectivas y en transformaciones sociales. Aún persisten las fallas en el sistema judicial y en varias instancias del Estado seguimos sin ver un verdadero discurso de cero tolerancia hacia la violencia basada en género. El problema parece ser de cumplimiento e implementación, no de legislación.
Finalmente, debe haber un mea culpa colectivo de los medios de comunicación, pues nosotros también estamos fallando. Una y otra y otra vez hay una revictimización mediática en la forma como informamos sobre los casos de feminicidio, moldeando cómo la sociedad entiende la violencia de género y perpetuando ideas que justifican al victimario y ponen la carga en la víctima. También es un error privilegiar la espectacularidad de ciertas narrativas, cuando poco hablamos de los efectos que la violencia tiene en las mujeres y su entorno, y qué podemos hacer para prevenirla. La prevención, justamente, debería ser una prioridad de la sociedad toda, no un trabajo que se han echado al hombro las víctimas y las organizaciones de mujeres.