
Fuente: El País (España)
18 de diciembre 2023
Muchas mujeres que han entrado a la maternidad recientemente saben que hay un conflicto intenso entre ellas frente a un recurso muy preciado: la leche materna. Por un lado, está el eje de la lactancia materna exclusiva, que defiende la leche del cuerpo como la única forma de alimentar bien a los bebés. En la otra esquina está el eje que dice que la fórmula que se vende en farmacias o supermercados es hoy en día muy buena, llena de nutrientes esenciales, y disponible para aquellas que no pueden, o no quieren, lactar. No importaría qué hace cada quien en su casa si no fuera porque de lado y lado hay quienes acusan a la contraparte de ser mala madre: por no amamantar o por amamantar por muchos años. Las mamás pierden con cara y pierden con sello.
Yo entré a la maternidad sin mucho interés de opinar en el debate, quería pasar desapercibida mientras resolvía con qué leche nos iba mejor a mi y a mi bebé. Pero cuando nació mi hijo, en septiembre, tuvo unos problemas de salud que nos obligaron a quedarnos 23 días en la clínica (problema, afortunadamente, ya en el pasado). Allí me encontré un lugar que fue ideal para poner un cese al fuego en esta pelea de la leche: la sala de lactancia del hospital.
Déjenme describirla. Eran cinco sillas en una sala blanca, cada una con un extractor al lado, donde nuevas madres se sientan con botellitas de vidrio para guardar leche que van a extraer. Lo extraído luego se deja en una ventanilla y será llevado por las enfermeras a cada incubadora o cuna. Hay quienes extraen litros y quienes apenas extraen gotas. No se puede usar el celular, lo que invita a la conversación, y hay mucho que hablar en este escenario: un grupo de mujeres con las tetas al aire, algunas veces intentando sacarnos una risa en ese escenario inesperado, otras veces con los ojos hinchados al llorar de preocupación por los chiquitos. Nadie se imaginó empezar a ser mamá frente a una incubadora.
Lo clave: Allí ninguna está preocupada por la guerra de la leche. Allí ninguna leche tiene súper poderes. El lechegate es una pelea de tuits o blogs, muy lejana. Acá todas acabamos de salir de un parto, una cesárea, no hay tiempo para peleas. Acá lo importante es que los bebés tengan apetito, que engorden, que no sufran, que se fortalezcan. ¿Le cayó bien la leche de fórmula al chiquitín? Estupendo, que la disfrute. ¿Tiene mastitis durante sus primeros días de lactancia? Dese un descanso. ¿Está demasiado deprimida para lactar? Tranquila, hablemos, déjeme darle un abrazo.
Una tarde encontré a una de mis nuevas amigas-mamás llorando porque no producía tanta leche materna como para su primer hijo. Quizás era el estrés, quizás no poder tomar mucha agua estando en la unidad de recién nacidos, o quizás simple misterio de la biología. Pero se calmó al darse cuenta que ni los médicos ni las enfermeras ni nadie estaba preocupado por la baja producción, porque el chiquitín estaba alimentándose perfecto con fórmula.
Digo que la sala de lactancia de esa clínica fue como un lugar de cese al fuego porque nadie hablaba con tono acusatorio: compartíamos, escuchábamos y respetábamos. “No se comparen”, nos pedía una enfermera cuando notábamos que unas mujeres producían más leche que otras. Diría que ese lugar me ayudó en de uno de los momentos más duros de mi vida porque, como en otros temas que trae ser mujer, un grupo empático de amigas que escuchan sin juzgar puede sacarla a una de los peores hoyos.
No quiero trivializar este debate que tiene más argumentos de lado y lado: que la lactancia puede reducir un poco las probabilidades del cáncer de seno; que la fórmula le permite mas independencia a las mamás que tienen que trabajar; que la lactancia fortalece unos músculos de la mandíbula del bebé; que la fórmula le permite a los padres estar más involucrados en la alimentación de sus chiquitos en los primeros meses. No hay evidencia científica, en todo caso, que confirme que los niños con alguna leche sean a largo plazo más inteligentes o más saludables. Hay mucho mito sobre la súper leche que hay que tumbar.
Más conmovedor es ver que, si bien no hay una leche superheroína, sí hay una gran diversidad de leches. En la clínica, al ver los tarritos llenos de cada leche extraída, unos llenos y otros con gotas, se nota que el color de cada leche es distinto, y ver las botellas juntas es conmovedor: como presenciar las múltiples tonalidades de lo que es ser mujer. Todas somos distintas al final del día, pero todas las leches son una: la que alimenta y permite vivir.