
Fuente: Tribuna Feminista
7 de diciembre 2023
Excitarse por imaginarse mujer no convierte a nadie en mujer; vestirse “de mujer” no convierte a nadie en mujer. Performar a una mujer no convierte a nadie en mujer.
Solo desde el más arraigado machismo es posible creer que los varones pueden ser “las mejores mujeres”, adoptando elegidos -que no todos- los estereotipos que las mujeres “deben cumplir”. Y serlo sin renunciar a seguir oprimiendo a las mujeres por razón de su sexo, como por otra parte hacen la mayoría de los varones en mayor o menor grado.
Tampoco “Sentirse mujer” convierte a nadie en lo que no es, especialmente porque, por mucha imaginación que se tenga, nunca puede alguien sentirse mujer sin serlo. Falta marco de referencia. Falta sexo y sobra género.
Ni siquiera la validación jurídica de declararse mujer convierte a nadie en mujer. Podrá establecerse una nueva figura jurídica: la mujer registral o a efectos legales. Pero una ley no puede convertir a un varón en mujer, sencillamente porque no tiene ni la capacidad ni la competencia para hacerlo. Aunque cierto es que proporciona cobertura legal a quienes tienen la evidente intención de borrar a las mujeres y privarlas de todos los espacios físicos o simbólicos a los que tienen derecho, pero que los varones quieren recuperar a toda costa para mantener su injusto privilegio. Y ya lo sabemos: las leyes están hechas para ellos.
Ni siquiera rechazar en la vida adulta el cuerpo sexuado consigue convertir a nadie en mujer. Solo alimenta una fantasía. Pero ese rechazo al propio cuerpo obliga, antes de hacer daño (primum no nocere), a indagar sus causas, bien sean estas debidas a alguna disfunción psíquica o, intuyo que -sobre todo- de naturaleza social. Y esa indagación no pretende “convertir” a nadie sino, al contrario, ayudar a “recuperar el bienestar”, de forma que estas personas puedan tener una buena vida, en lugar de una vida llena de hormonas, mutilación y sufrimiento para que otros hagan un sucio y cruel negocio.
Y desde luego, la infancia no se toca. Por su natural inmadurez e inestabilidad emocional, por ser vulnerable a creer en lo que le dice su familia o su entorno, por incapacidad de entender lo que suponen los brutales tratamientos experimentales que pretenden «curar» disforias, cuando la inmensa mayoría son transitorias; y, en las chicas, por la angustia que provoca empezar a saber el brutal destino que se les ofrece. Impedir esos tratamientos es la única manera de salvaguardar el interés superior del menor. Facilitarlos, por el contrario, es reconocer el interés superior de colectivos transactivistas y del patriarcal-capitalismo que hay detrás de todo este oscuro experimento social.
Dicho esto, a nadie se le debe impedir adoptar los estereotipos que prefiera, ya que el género es un constructo artificial que nos encorseta. Rechazar los que nos incomodan o incorporar los que nos gustan está bien y, de hecho, es más sano.
Nadie puede impedir que alguien se excite pensando en ser mujer o tener fetiches sexuales, con el único y necesario límite de no hacer daño. Es igualmente aceptable vestirse como cada quien desee. De hecho, muchas mujeres lo hacemos hace tiempo, aunque sabemos de sobra que llevar pantalones no nos convierte en hombres. Simplemente nos permite librarnos de la tiranía en el vestir fijada por el rígido género.
Tampoco nadie debería impedir que las demás personas se sientan como quieran, siempre que la identidad individual sea de cada persona, como hasta ahora ha sido siempre, y no se pretenda imponer socialmente; especialmente cuando da la espalda a la realidad ¿o no vemos cada vez más a menudo a personas que se creen perros, gatos, extraterrestres o Napoleón sin que ni por un momento dudemos de su verdadera naturaleza o creamos que pueden exigirnos validar esos sentimientos?
En definitiva, ni performar, ni excitarse, ni vestirse, ni sentirse, ni declararse mujer puede convertir a un varón en una mujer. Tampoco el rechazo a ser varón. Porque una mujer nace, no se hace. Cuando Simone de Beauvoir aparentemente dice lo contrario «La mujer no nace, se hace», no está afirmando una realidad ni cuestionando el sexo. Por el contrario, está denunciando que a la mujer no se la deja «ser» sino que se la convierte en una fantasía de los varones.
Y todos ellos, se declaren o no trans, conocen bien esa imposibilidad de ser mujeres. Tan bien como que nunca hay dudas sobre a quienes hay que oprimir. Tan bien que, quienes se declaran mujeres, se siguen comportando como opresores, no como oprimidas. Porque «ser mujer» es su derecho de varón.
Tan bien que, aunque se dicen «mujeres» nunca atacan a quienes nos oprimen a nosotras (¿cómo era eso de “perro no come perro”?), pero no dudan en silenciar a mujeres, en imponer su presencia en espacios de mujeres, en robar podios y reconocimientos, en distorsionar las estadísticas, en provocar disonancia cognitiva en la gente bienintencionada, en exigir terapias de conversión a lesbianas para que estén obligadas a aceptar sus penes “femeninos” …
Y si ha tenido viabilidad ese delirio es porque a la imposición transactivista masculina, se suma el hecho de que los demás hombres apoyan a aquellos, de entre su grupo, que nos roban -de nuevo- espacios y derechos, vestido todo de modernidad y transgresión, a pesar de que lo que tratan de apuntalar es el sistema social más antiguo y rancio conocido. Y están encantados de que lo hagan esos de entre ellos a quienes con gusto expulsan del grupo de los varones, a quienes no consideran dignos de pertenecer a la fratría masculina. Porque ya sabemos que los hombres se reconocen por lo que son, varones DE SEXO MASCULINO; pero sobre todo por lo que no son: MUJERES.
Por su parte, todas las mujeres saben de sobra que nada de lo que expresen o sientan los varones les hace mujeres. Solo que el patriarcado ha hecho muy bien su trabajo y tiene una cohorte de aduladoras que quieren medrar en ese sistema opresor. O de mujeres enajenadas que creen todo lo que digan los varones y nada de lo que digan las mujeres. De mujeres tan sometidas, que aceptan como destino inevitable complacer en todo a los hombres. De mujeres tan acobardadas por la violencia de los varones que no se atreven a contradecirles. También de madres con homofobia interiorizada que no aceptan hijos gais o hijas lesbianas y se han convencido de que solo hay una salida: hacerles encajar en el sistema a golpe de hormonas o bisturí. O asustadas por hijas e hijos adolescentes que se han contagiado socialmente, pero a quienes se dice que la única salida es una conversión física imposible o el suicidio, y a quienes se oculta deliberadamente que esa salida es clamorosamente falsa, dolorosa y con múltiples complicaciones y riesgos, comprometiendo gravemente la salud, la calidad y la expectativa de vida de sus hijas o hijos.
¿De verdad el sistema patriarcal merece tantas víctimas? ¿De verdad estamos permitiendo que el capitalismo no tenga límite alguno? Lo cierto es que un sistema que oprime a más de la mitad de las personas que incluye, y que carece de límites morales y éticos cuando de cumplir sus fines se trata -máximo dominio del varón patriarcal, máximo beneficio económico capitalista- no merece sobrevivir porque por mucho que se enmascare de legalidad, carece absolutamente de legitimidad.
Amparo Mañez:s Psicóloga por la Universitat de València. Feminista. Agenda del Feminismo: Abolición del género