“The Cure for Women”, de Lydia Reeder, cuenta la historia de la extraordinaria Mary Putnam Jacobi.
Fuente: The New York Times
Por: Janice P. Nimura
14 de diciembre 2024
“Yo sería grandiosa”, escribió una Mary Putnam de 10 años, hacia 1852. “Haría cosas para que, después de pasar a ese mundo, a esa región de ultratumba, se hablara de mí con afecto”.
Cumpliría la primera parte: su grandeza era innegable. The Cure for Women es un esfuerzo valiente y oportuno para cambiar el hecho de que, 120 años después de su muerte, poca gente habla de ella.
En 1868, decidida a formarse como médico al más alto nivel, Putnam —hija del prominente editor neoyorquino George Palmer Putnam— fue la primera mujer que convenció a la Sorbona para que la admitiera en su facultad de medicina. Le faltaba presentar un examen cuando cayó el Segundo Imperio, y eligió quedarse en París durante el asedio.
De vuelta en Estados Unidos, se convirtió en una feroz e inflexible profesora de medicina y practicante del cuidado de la salud de la mujer junto a sus mentoras Elizabeth y Emily Blackwell en la New York Infirmary de ellas y su escuela afiliada, Women’s Medical College.
Putnam hizo caso omiso de lo que suponía la mayoría: que alguien tan poco femenina como para seguir una carrera médica no podría atraer a un marido. Se casó con el pediatra pionero Abraham Jacobi, cuyo corazón conquistó gracias a sus investigaciones en cardiología e ignorando el antisemitismo que conllevaba su elección.
En 1876, fue la primera mujer en ganar el prestigioso Premio Médico Boylston de Harvard. El provocativo tema de su ensayo —“Do women require mental and bodily rest during menstruation?” (¿Necesitan las mujeres descanso mental y corporal durante la menstruación?)— fue fundamental para el movimiento por los derechos de la mujer en general.
Ser mujer en sí mismo se consideraba una especie de patología: ¿cómo podían las mujeres reclamar la igualdad si su propio cuerpo las traicionaba cada mes? La conclusión meticulosamente argumentada de Putnam Jacobi —que la menstruación es un aspecto de la salud, no una enfermedad— puso patas arriba la erudición imperante.
Lo hizo con datos, enviando cuestionarios en los que preguntaba a las encuestadas sobre sus periodos. ¿Cuánto tiempo sangraban y en qué cantidad? ¿Les dolía? ¿Hasta dónde podían caminar? ¿Cuántas horas pasaban en el trabajo? ¿En la escuela? Registró el ritmo cardíaco de las voluntarias, su fuerza muscular, su temperatura.
La menstruación no era un obstáculo para lograr cosas, confirmó Putnam Jacobi, ni los problemas ginecológicos eran consecuencia de la ambición femenina. Utilizar la mente no robaba energía vital al útero y los hombres que insistían en esta conexión de suma cero estaban, como ella escribió con la acidez que la caracterizaba, reduciendo a las mujeres “al nivel anatómico de los crustáceos”.
(Durante este año de intensa investigación, no por casualidad, dio a luz a un niño sano).
En su propia práctica médica, luchó contra la misoginia de médicos famosos como S. Weir Mitchell, defensor de la cura de reposo, quien trataba a su acaudalada clientela “neurasténica” con aislamiento, reposo en cama, masajes, alimentación forzada, descargas eléctricas y su propio carisma autoritario. Las enviaba a casa con instrucciones de “llevar una vida lo más doméstica posible”, exactamente el tipo de existencia asfixiante que provocaba el malestar de sus pacientes en primer lugar.
Una de ellas, Charlotte Perkins Gilman, escribiría The Yellow Wallpaper, una historia de terror nacida de su propio tratamiento que se convirtió en un texto clásico del primer feminismo. En un giro satisfactorio, la obra de Gilman inspiró a Putnam Jacobi a ofrecerle sus servicios médicos. Le recetó estudio, dibujo, escritura y —qué maravilla— baloncesto, lo que devolvió a su famosa paciente el sentido de la agencia.
Fuera del consultorio, Putnam Jacobi trabajó para mejorar vidas a una escala mucho mayor que la individual, moviendo una red de amigos poderosos para que financiaran la admisión de estudiantes mujeres en las facultades de medicina y prestando su mente estratégica al movimiento sufragista.
Hubo tragedia. Su amado hijo murió a los 8 años de difteria, y su marido, el principal experto en la enfermedad, fue incapaz de salvarlo en una época anterior a las vacunas. El último artículo que Putnam publicó, escrito cuando tenía cerca de 60 años, se titulaba “Description of the Early Symptoms of the Meningeal Tumor Compressing the Cerebellum, From Which the Author Died. Written by Herself” (“Descripción de los primeros síntomas del tumor meníngeo que comprime el cerebelo, del que murió la autora. Escrito por ella misma”). Es difícil imaginar un compromiso más absoluto con la medicina.
La historia de la vida de Putnam Jacobi lo tiene todo: ambición, compañerismo, triunfo y pérdida. Lo que falta, para disgusto de la biógrafa, es el tipo de profundidad de archivo —revistas, cartas, diarios— que permite acceder a la emoción sin filtros y hace que las pasiones y peculiaridades de un sujeto salten de la página.
Lydia Reeder cuenta la historia de Putnam Jacobi con entusiasmo acrítico y se basa en gran medida en el trabajo de estudiosos anteriores. Divaga largamente sobre la vida de figuras paralelas, enredando su cronología, y se permite momentos sentimentales de aparente especulación. “A veces, mientras trabajaban, sus manos se tocaban, haciendo que Mary se sintiera electrizada”, escribe Reeder sobre el primer amor de Putnam Jacobi. Es mejor dejar que los electrizantes archivos de su sujeto hablen por sí mismos.
The Cure for Women vuelve a presentar a su sujeto como una heroína de este momento. Con trabajo implacable, ciencia dura y análisis agudo, Putnam Jacobi cambió la antigua narrativa que los hombres habían escrito para las mujeres. Escribir una narrativa mejor para las mujeres sigue siendo una tarea urgente.
The Cure for Women:: Dr. Mary Putnam Jacobi and the Challenge to Victorian Medicine That Changed Women’s Lives Forever | Por Lydia Reeder | St. Martin’s Press | 336 pp. | $30