A través de un juego imprevisible de las circunstancias, una viajera de visita en la turística ciudad de la costa colombiana convive cara a cara con la quebrantada, aunque también valiente, fisonomía del éxodo venezolano
Era el mes de abril de 2018 cuando llegué a Cartagena, la ciudad donde conocí a un grupo de bailarines callejeros venezolanos. Ocho inmigrantes, a los que la pobreza de su país había desterrado del otro lado de la frontera sin soltarlos tampoco acá, en la ciudad más turística de Colombia.
Casi no había tenido relación con los muchachos, pero cuando te encuentras lejos de casa, en mi caso de Rumania, las etapas normales para llegar a una amistad se queman rápido. Es más, pese a los prejuicios, al rechazo, al miedo que acompaña siempre la migración forzada, los muchachos no despertaban en mí ningún sentido del peligro. Mi instinto de supervivencia no me enviaba ninguna alerta. Todos los rumores que circulaban sobre venezolanos peligrosos simplemente no encajaban con la imágen de estos chicos llenos de chispa, de buen humor y de ganas de trabajar.
Así que, como no conocía a nadie en Cartagena y me econtraba sola en un hostal les pregunté si me podría mudar con mi mochila a su casa por un tiempo: me faltaba compañía más que nada. Aceptaron gustosos y poco después entré al departamento minúsculo que compartían los ocho chicos de los que me separaría tres semanas más tarde habiendo aprendido lecciones de vida que jamás olvidaré.
Fuente: El Nacional
Era el mes de abril de 2018 cuando llegué a Cartagena, la ciudad donde conocí a un grupo de bailarines callejeros venezolanos. Ocho inmigrantes, a los que la pobreza de su país había desterrado del otro lado de la frontera sin soltarlos tampoco acá, en la ciudad más turística de Colombia.
Casi no había tenido relación con los muchachos, pero cuando te encuentras lejos de casa, en mi caso de Rumania, las etapas normales para llegar a una amistad se queman rápido. Es más, pese a los prejuicios, al rechazo, al miedo que acompaña siempre la migración forzada, los muchachos no despertaban en mí ningún sentido del peligro. Mi instinto de supervivencia no me enviaba ninguna alerta. Todos los rumores que circulaban sobre venezolanos peligrosos simplemente no encajaban con la imágen de estos chicos llenos de chispa, de buen humor y de ganas de trabajar.
Así que, como no conocía a nadie en Cartagena y me econtraba sola en un hostal les pregunté si me podría mudar con mi mochila a su casa por un tiempo: me faltaba compañía más que nada. Aceptaron gustosos y poco después entré al departamento minúsculo que compartían los ocho chicos de los que me separaría tres semanas más tarde habiendo aprendido lecciones de vida que jamás olvidaré.
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Igual que otros dos millones y medio de venezolanos que han encontrado su sitio entre las fronteras colombianas, este grupo de bailarines se gana la vida haciendo lo que saben mejor: ofrecen espectáculos callejeros de breakdance para los que visitan la ciudad. De lo poco que ganan (unos cuantos dólares al día), aún les queda para enviarle algo a sus familias, pagar la renta y comer mucho arroz, huevos y, de vez en cuando, un pollo asado o salchichas.
Todos los rumores que circulaban sobre venezolanos peligrosos simplemente no encajaban con la imágen de estos chicos llenos de chispa, de buen humor y de ganas de trabajar
Viven en una de las zonas marginales de la ciudad, en un barrio al que los turistas no suelen llegar. Está poblado en gran parte por la gente afro de la costa colombiana, a años luz y a un número infinito de clases sociales de distancia del centro cautivador que hizo de Cartagena la Perla del Caribe.
El apartamento se ubica en la primera planta de uno de los incontables edificios, todos iguales, del lugar. Unas escaleras en espiral me conduce a un tipo de balcón con barandilla donde yacen apretadas bolsas enormes de basura, la prueba clara de que, en un grupo de ocho chicos, los quehaceres diarios difícilmente podrían seguir una conducta alemana.
Con mi mochila de todos los días sobre mi espalda, entro directamente en una pieza que sirve tanto de vestíbulo, cocina y salón, como de recámara para dos de mis anfitriones. Le sigue un corto pasillo que flanquea los dos cuartos y acaba frente a la puerta del baño.
Camas no hay, son improvisadas con ropa y, si ahora lo pienso, tampoco me senté sobre ninguna silla durante el tiempo que viví allá. En este lugar demasiado estrecho para albergar ocho personas, la intimidad no existe ni siquiera como concepto, y como se encuentra en una zona tropical ahogante, cuyas temperaturas oscilan la mayor parte del año entre los 30 y los 40 grados centígrados, las únicas armas contra el implacable calor son dos ventiladores viejos.
E igual a como me había acostumbrado durante las semanas que estuve en Venezuela, en el inodoro no se tiraba de la cadena: el “sistema” obliga a llenar una cubeta en la ducha y vaciar su contenido para limpiar.
De lo poco que ganan (unos cuantos dólares al día), aún les queda para enviarle algo a sus familias, pagar la renta y comer mucho arroz, huevos y, de vez en cuando, un pollo asado o salchichas
Asdrúbal, 27 años, oriundo de Ciudad de Ojeda (Venezuela)
A mí se me asigna uno de los dos cuartos y, durante tres semanas, comparto con Asdrúbal un colchón inflable roto. La dureza del suelo a cuyo nivel llegamos cuando el colchón se desinfla por completo hace que nos despertemos cada hora para reactivar su sistema, así que todo el suplicio del sueño, junto a las conversaciones y confesiones que llegan a su fin apenas al amanecer, nos convierten rápido en buenos amigos.
Asdrúbal es el único que estudió en una universidad y había trabajado por un tiempo como ayudante de mecánica naval en un muelle, esto antes de que la tragedia golpeara más duro a Venezuela en la cara y lo mandara al otro lado de la frontera para salir adelante como pudiera.
—Créeme, Iulia, estoy harto, no hay nada que quiera más que poder irme de aquí. Yo fui entre los primeros del grupo que llegó aquí, hace tres años, y aprendí mucho durante este tiempo, quiero a los muchachos, son mi familia, pero me cuesta cada vez más vivir así. Somos demasiados y está bien duro cuando salen broncas. Llevo meses sin hablar con Israel y se siente refeo cuando pasamos uno al lado del otro en la casa.
Entiendo tan bien los dramas de los chicos obligados por las circunstancias a vivir unos encima de otros, cada uno recordándole al otro su casa, protegiéndose entre todos y haciéndose una piña frente a las maldades locales, inevitables para unos inmigrantes como ellos.
¿De qué estoy hablando? Claro que no son el único grupo de bailarines callejeros de la ciudad, hay también algunos colombianos a quienes, dado que están en su país, les parece natural y legítimo ocupar las zonas más beneficiosas de la ciudad. Pero así como a los venezolanos les une la necesidad de protegerse, igual les separan los celos, los pequeños pero dolorosos actos de egoísmo, estimulados por todas las cosas que faltan y por los instintos territoriales tan típicos de los hombres, de la gente…
— No quiero seguir bailando en la calle, quiero tener un empleo normal, poder hacer más para mi familia. Quiero irme a un lugar mejor y traer a mi familia también. De momento no veo manera para que me vaya de acá. Tú ya sabes que el dinero que hacemos apenas nos alcanza para vivir y mandar a Venezuela. Estoy cansado…—me dice Asdrúbal.
Casi siento en mi propia piel toda la frustración que Asdrúbal expone tan limpia, tan escueta en sus palabras. En su cara de gente buena, honesta, conservada de alguna forma por fuerzas inexplicables frente a la perfidia a la cual tan fácilmente te puede empujar la pobreza. Pero nuestras conversaciones son privadas, nunca se habla delante de los demás.
Tal vez motivados por un instinto de grupo, cada miembro siente de alguna forma que la desesperación debe ser tapada por el bien común, encerrada en lo más hondo posible. Sacada a la superficie, sería de inmediato empapada por los pensamientos oscuros de cada uno, como una bola de nieve arrolladora en un declive. Y no se permiten caer en la trampa del desespero.
Cada uno se dice para sus adentros que hay que aguantar tanto como sea necesario hasta que aparezca una oportunidad (aquella ocasión dichosa con fecha indefinida). Porque esto es todo lo que queda por hacer: entrenarse en el baile y aguantar. Encontrar felicidad en las cosas pequeñas de la vida. Reírse de tonterías (afortunadamente la juventud con sus recursos ilimitados de optimismo los respalda aquí), y aguantar. Creer en Dios y no olvidar a sus familias.
No quiero seguir bailando en la calle, quiero tener un empleo normal, poder hacer más para mi familia. Quiero irme a un lugar mejor y traer a mi familia también. De momento no veo manera para que me vaya de acá
Chus Flores, 21 años, oriundo de San Fernando de Apure, Venezuela
Me di cuenta rápido de que todos son luchadores, pero a primera vista, Chus se distingue por una seguridad desarmante en sí mismo.
— Yo lo lograré segurísimo, no puede ser de otra. Me ganaré competencias y llegaré lejos con el baile. Solo tengo que entrenarme bien duro y participar en unas cuantas competencias más —afirma Chus.
Su tono te transporta directamente a las filas del público y casi lo miras con el corazón en la garganta, girando apoyado solo en las palmas de sus manos, con una velocidad que condena a la mente del que mira a minutos de procesamiento. Te puedes preocupar por cualquiera de ellos, pero no por Chus. No tiene nada y, sin embargo, tiene actitud y por eso no se le escapa la sensación de que la falta algo por ninguna fisura. Nunca lo oías quejándose o pidiendo nada a nadie.
Cada uno se dice para sus adentros que hay que aguantar tanto como sea necesario hasta que aparezca una oportunidad (aquella ocasión dichosa con fecha indefinida)
A sus 21 años, Chus era el único padre del grupo y ni siquiera su preocupación inevitable por su novia y sus dos niñas de Venezuela se entromete con la confianza con la que mira la vida.
Ya es de noche y nosotros jugamos al dominó estirados sobre el suelo. Reúno toda mi valentía y lanzó hacía Chus la pregunta que me sigue dando vueltas desde que vi los barrios pobres de Venezuela y Colombia colmados de padres jóvenes y adolescentes rodeados por sus niños.
— Oye, disculpa mi falta de discreción, ojalá no suene muy rara mi pregunta — que recordándola ahora debe de haber sonado fatal—, pero me sigo preguntando por qué hacen ustedes tantos niños. Entiendo que los accidentes ocurren y que es complicado con los abortos, pero acá los accidentes son la regla. O sea, tengo curiosidad de saber si ustedes… ya sabes… ¿acaban ddnntrr?
Siento todas las miradas del cuarto sobre mí, me doy cuenta de que el público escucha atento e intento articular la pregunta lo más rápido posible, pidiendo para mis entrañas que se entienda a la primera para no tener que repetirla.
— Claro —viene la respuesta inmediata de Chus.
— ¿En serio? ¿Por qué? Tú, por ejemplo, si lo hiciste una vez, con el primer bebé, ¿no aprendiste que si haces esto tendrás hijos? ¿Por qué no tuviste más cuidado después?
— Pues… porque se siente rico.
Necesito unos largos segundos para procesar, y quisiera ahora haber refrenado los comentarios llenos de intriga que me permití en aquel momento. No me doy cuenta que esta es sólo una de la larga serie de “diferencias culturales” que tenemos. El silencio se siente como si pulsara fieramente sobre mis hombros y Chus, tal vez atravesado por una ola de incomodidad, renuncia por un segundo a su actitud picaresca y remata rápido la conversación con un:
—Pero no me arrepiento de nada, mis niñas son un regalo y las quiero como a nadie.
Irrefutable. La discusión se acabó.
Alberto Torrealba Riaño, conocido como Peyeye, 21 años, oriundo de Valencia (Venezuela)
Peyeye me despierta una curiosidad inexplicable por su manera de ser, de hablar, de bailar, de reír y de enamorarse. Está perpetuamente enamorado de las turistas y ellas de él. Me impresiona su cuerpo hermoso, robusto, peleado con las camisetas que usa; sus movimientos de baile, fuertes y seguros, que parecen gimnasia de alto rendimiento; sus raíces africanas y su piel bronceada; junto con su manera de hablar descuidada, apresurada, que suelta en cascadas y que es tan típica de los que han crecido en la costa del Caribe. Todo esto hace de Peyeye una víctima segura para las fantasías de las jóvenes que viajan desde otros lados del mundo.
Lo conocí enamorado de una hermosa holandesa de melena rubia, de la que yo me había hecho amiga en el hostal, y me despedí de él ayudándole a componer mensajes de amor en inglés para su nueva novia coreana. Tiene 21 años, pero le dice a todas las chicas que tiene 26 y no lo ponen en duda. Se ve fuerte, el tipo de hombre del que difícilmente te imaginas que tiene dolores.
A Peyeye lo había visto en una una competición de breakdance que tenía una promesa clara para los participantes: el ganador se hacía con un billete de avión, (el tan deseado) pasaporte, visa para Europa y todos los gastos cubiertos para competir en la siguiente etapa en Suiza. Era una de las escasas salidas del infierno que vivían los venezolanos. Entonces estuve mirando y admirando a Peyeye, que había perdido por completo la compostura (para los rostros de gente como él, esto es imposible de ocultar), era sacudido por los sentimientos, abrumado por la intimidación de parte del adversario y todas las sensaciones que ocurrían en su interior. Tan legibles en su rostro que las sentía yo en el pecho.
Pero se reanimó, empezó a sonreír, a moverse desafiante en dirección al adversario, a bailar sostenido más de las manos que de los pies y acabó en una tormenta de aplausos. No ganó la competición, pero, aunque no le servía de mucho, mi admiración la tenía completa.
La suerte de haber compartido el techo con él me da la oportunidad de penetrar en un aspecto de los viajes que no habría entendido de otra forma. Desde hace unas semanas, Peyeye se arrojó con todo el ardor hacia una historia de amor con una viajera de Corea. A primera vista, la posibilidad de una relación parecía ya cortada desde la raíz: él no hablaba inglés y ella no hablaba español. No obstante, al excavar más profundo y al observar con más atención los tremendos esfuerzos de los dos por comunicarse con base, exclusivamente, en el traductor de Google, te das cuenta de que las dificultades conspiran, de alguna forma, a favor del amor.
A Peyeye lo había visto en una una competición de ‘breakdance’ que tenía una promesa clara para los participantes: el ganador se hacía con un billete de avión, (el tan deseado) pasaporte, visa para Europa y todos los gastos cubiertos para competir en la siguiente etapa en Suiza
Quizás, cuando sólo puedes transmitir poco, cuando la comunicación que normalmente das por sentada se ve despojada de ideas y conceptos y reducida a unas cuantas palabras básicas, gestos, mímica y miradas, cuando está sometida a una paciencia que implica minutos para transmitir algo tan sencillo como “Vamos a comprar leche de avena”, es posible que esta minusvalía comunicacional te acerque aún más al otro.
Quizás, al necesitar esfuerzos mucho más grandes cuando te relacionas con alguien que es diferente, le hace a uno obstinarse con aún más empeño. O tal vez será la simplicidad, la modestia a la que estás condenado cuando se te quitan las palabras. Nunca sabré lo que pesó más en la relación de Peyeye, pero el hecho de que se fuera a las citas repitiendo a-reum-da-woo-sip-ni-da (“eres hermosa” en coreano), con un frenesí que destellaba de sus ojos cafés, debe de haber contribuido decisivamente a lo que terminó siendo una verdadera historia de amor.
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En el momento en que asistía a todo esto desde la silla de espectador, uno de los problemas más ardientes de los venezolanos era la dificultad de obtener su pasaporte. Venezuela se estaba vaciando poco a poco mientras que sus habitantes llenaban Latinoamérica, de los cuales no había uno que no soñara con Europa. Aunque no podía imponer una ley, el gobierno venezolano se oponía con toda la fuerza a emitir pasaportes, algo que las miles de personas que esperaban día tras día en las colas frente a las instituciones oficiales sentían en su propia piel.
Tres de los muchachos de Cartagena no habían tenido la fortuna de obtener su pasaporte antes de dejar el país y Alejandro, el miembro más reciente del grupo, era uno de ellos. Su herencia caribeña vestía a Alejandro de la cabeza a los pies y podrías jurar que él era el más joven de todos. Tenía, sin embargo, 22 años y una manera de ser que la mayoría perdemos demasiado temprano: no parecía que vivía, sino que jugaba con la vida. Que calaba hasta en sus aspectos más insignificantes con una curiosidad de adolescente extrovertido, con sentimientos tan intensos que cualquier cosa que se reflejaba en sus ojos conseguía una importancia monumental.
A veces me hablaba de lo difícil que era la vida en Cartagena, de cuánto le gustaría que las cosas fuesen diferentes, pero yo no le creía nada. Estaba convencida de que se decía todo esto a sí mismo sólo porque lo había escuchado demasiadas veces por parte de sus compañeros y, en su inocencia, lo asumía como norma de pensamiento. Pero lejos de ser infeliz, Alejandro devoraba todo lo que se desenrollaba en su nueva vida, con el interés de un niño que mira el rumbo de una mariposa y con el entusiasmo fomentado por la intensidad de la recién adquirida vida de adulto emigrante en un país extranjero.
Si me preguntaran, esta es una de las dulces aguas en las que se bañan quienes están provistos de avidez, aquellos que el mundo más necesita para enseñarnos a vivir a nosotros, los demás, los que estamos penetrados por el jugo de la insuficiencia.
Alejandro se enamoraba de la vida en tanto se enamoraba de sí mismo; en la medida en que se volvía consciente del efecto de su presencia, una combinación irresistible de inocencia y sensualidad en el popurrí cultural de una de las ciudades más visitadas de la costa del Caribe. Vivía su relación, su primera historia intercultural, con una francesa que había visitado Cartagena algunas semanas atrás.
Tan fuerte había sido su encuentro durante unos cuantos días que ella, una vez de regreso a su país, había comprado enseguida un segundo boleto a Colombia, decidida a no rendirse frente a las circunstancias adversas, sino a mover cielo y tierra para unir sus destinos.
Tenía, sin embargo, 22 años y una manera de ser que la mayoría perdemos demasiado temprano: no parecía que vivía, sino que jugaba con la vida
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Aprendí más durante las tres semanas en las que compartí el techo con estos chicos admirables que en dos años de estar en casa. Pero de lo que más vívidamente me percaté, fue de aquello que garabateé deprisa en el cuaderno que llevaba. Fue aquel uno de esos momentos en los que algo ordinario, que suena a cliché de séptima mano, adquiere de repente el sabor de revelación divina: “somos absolutamente iguales”, escribí yo con tres signos de exclamación al final.
Entré a su casa fascinada por lo diferentes que eran (de mí, de los míos) y de todo lo que, aparentemente, nos separaba. Ellos habían crecido en un país bañado por las aguas caribeñas, mientras que la gran parte de mi vida la había pasado en un país excomunista del este de Europa.
El color oscuro de su piel, la manera desenvuelta, libre, en la que se movían, en la que pasaban por la cotidianidad y su manera descuidada de hablar, como si arrojaran las palabras fuera de la boca, contrastaba perfectamente con mi piel blanca, mi vergüenza de bailar moviendo las caderas y el cuidado con el que escogía mis palabras. Mis penurias de aquel entonces (andaba con el corazón y con el ego un poco manchados) se desvanecían como flores de julio frente a las que ellos enfrentaban. Sin más apoyo que el de sus propios cuerpos y el optimismo recibido por su ADN.
Mi sueño más grande era ser escritora de viajes, y el suyo poder marcharse de una vez y por todas de Cartagena. Recuerdo una de aquellas noches en las que los acompañé en su ruta diaria de bailes callejeros, una en la que compré un mojito y les ofrecí. Entonces, me di cuenta, no solo de que ellos no tomaban alcohol, sino de que tampoco sabían lo que era un mojito. Fue un hecho aparentemente irrelevante, pero que a mí me llevó a confrontar mi cómodo mundo con el suyo.
Las diferencias parecían elevar muros gigantescos entre nosotros, pero ahí estaba yo, conviviendo con este precario pero alegre grupo, comiendo arepas venezolanas, como seguramente sus madres les habían enseñado a preparar. En algún momento pensé que solo a un destino psicodélico se le hubiera podido ocurrir llevarme a esa situación.
Pero a un nivel más profundo, bajo todas aquellas diferencias aparentemente alucinantes, éramos iguales. En el fondo, ellos, como yo, deseábamos las mismas cosas: seguridad, confort, pertenencia. Se peleaban por pequeños celos, pero también por culpa de una sensación de injusticia y necesidad de autodefensa. Como a todos nos ha pasado alguna vez.
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Han pasado más de cuatro años desde entonces y sus vidas han tomado otro rumbo: ya no tienen nada que ver con las de aquel mayo en el que los conocí. El sueño que tenían entonces ya lo cumplieron hace mucho: consiguieron acabar el capítulo de Cartagena y han tomado cada uno su propio camino.
Las diferencias parecían elevar muros gigantescos entre nosotros, pero ahí estaba yo, conviviendo con este precario pero alegre grupo, comiendo arepas venezolanas, como seguramente sus madres les habían enseñado a preparar
Asdrúbal sacó a su mamá y a su hermana de Venezuela y ahora viven juntos en Medellín. Estudia por su propia cuenta para seguir una carrera en Marketing Digital y la última vez que hablé con él me dijo:
—Ya no quiero bailar nunca más en la calle, por dinero. Yo sé que mi baile se valora mucho y no quiero desperdiciarlo por una moneda de 1000 pesos. Quiero bailar por gusto, porque tengo ganas, no para sobrevivir. El baile me mostró lo que significa aprender una cosa desde cero y me acuerdo lo torpe que era en los primeros dos años. No me salía nada. Apenas después de dos años conseguí moverme un poco y creo que tardé más de ocho para estar verdaderamente contento con mi baile. Y esto es lo que tengo que hacer con cualquier cosa que me propongo: ser constante y no esperar que las cosas me salgan de un día para otro.
Chus vive ahora en Chile. Sigue bailando en la calle, entrenando constantemente y ganando competiciones.
Peyeye ganó una competencia internacional de breakdance poco tiempo después de que me fuera de su casa. Esa victoria significó su boleto a Europa. Le pagaron todos los gastos para pasar a la siguiente fase en Suiza. Vivió un tiempo en Corea, viajó por Asia y, de momento, se ha establecido en las Islas Canarias.
Alejandro está ahora en Berlín, batallando con la lengua alemana, preparándose para la entrevista que le ofrecerá residencia y asilo político. Sociable e irresistible, conoció rápidamente un grupo famoso de bailarines de la capital de Alemania, se gana la vida bien con su baile y espera trabajar como maestro de baile en una escuela de la ciudad que ahora llama hogar.