17 de septiembre 2024
Escribo desde Barcelona, España. Vine una vez más a visitar a mi hija menor. Cada vez que llego, siento lo mismo: la desazón que me causa no tenerla cerca. Yo jamás pensé que mis hijas iban a vivir fuera de Venezuela. Y es que aquel país en el que nacieron, en la década de los 80 y al principio de los 90, obviamente tenía problemas, pero comparado con el resto del mundo, estaba bastante bien. Con problemas “arreglables” sin muchas complicaciones, mucho menos traumas.
La diáspora venezolana es la mayor en el mundo de un país que no ha sufrido una guerra. Incluso creo haber leído que ya pasamos los números de las diásporas causadas por las guerras. Para muchos, irse de Venezuela ha representado una oportunidad de mejorar su calidad de vida, acceder a mejores oportunidades laborales, educativas o de buscar un entorno más seguro. Sin embargo, este proceso también ha estado cargado de desafíos emocionales y psicológicos que a menudo se subestiman. Emigrar implica abandonar la comodidad de lo conocido y enfrentarse a la incertidumbre. Por eso uno de los dolores más profundos de emigrar es el desarraigo. Dejar atrás a la familia, amigos y la cultura propia genera sentimientos de soledad y tristeza. La familia, los amigos, las festividades, las tradiciones y hasta los pequeños detalles cotidianos se convierten en recuerdos nostálgicos que pesan en el día a día del inmigrante. La barrera del idioma es otro desafío significativo en los casos donde el país al que se llega posea otro idioma que no se domine. La comunicación es fundamental en la vida diaria, y no poder expresarse con fluidez genera frustración y aislamiento. Y adaptarse a una nueva cultura, con costumbres y normas diferentes, siempre es un proceso complejo y en ocasiones, abrumador.
Una alumna de uno de mis cursos de escritura creativa escribió en una ocasión algo que para mí ha resultado inolvidable. Ella vive en Florida y una vez escribió sobre un huracán que arrancó de cuajo un enorme árbol que había en la entrada de su casa. Cuando pasó la tormenta y salieron a evaluar los daños, se dio cuenta de que el árbol, a pesar de que era muy alto, tenía raíces muy superficiales: por eso se cayó. Y ella pensó que ella era como ese árbol: que podía verse muy alto y muy fuerte, pero que sus raíces no eran profundas… las raíces de ella se habían quedado en Venezuela.
Esta tarde, por invitación de nuestro amigo el doctor Nacho Salvi, fuimos a la misa de la Virgen del Valle en la cripta de la Catedral de la Sagrada Familia donde iba a tocar el Ensamble de Cuatros de Barcelona, formado todo por venezolanos. Una bella misa, que terminó con el Alma Llanera. Canté con toda mi fuerza, acompañando las voces, ya no sólo del coro, sino de todos los presentes. La ribera del Arauca parecía más lejana que nunca. En eso, volteé mi celular hacia el público y vi a una señora mayor que, sentada en su silla de ruedas, cantaba a la par que enjugaba sus lágrimas. Y ahí me quebré. Empecé a llorar yo también. Entendí que emigrar es un acto de valentía, pero también de esperanza. Al emigrar, perdemos el lugar donde construimos nuestras primeras conexiones emocionales y desarrollamos un sentido de pertenencia, esa base familiar y cultural que ha sido parte integral de nuestra vida. Pero a pesar de los desafíos y el desarraigo emocional, la capacidad de adaptarse y encontrar un nuevo sentido de pertenencia es testimonio de la resiliencia humana. Emigrar, en última instancia, también es un acto esperanza. Y aunque el camino pueda ser difícil, también está lleno de posibilidades. Mi amor y mi solidaridad con quienes se fueron.
@cjaimesb